El ensueño de la entrañable Navidad

EL ENSUEÑO DE LA ENTRAÑABLE NAVIDAD

Llega la Navidad y quisiera dejaros una idea de lo que ahora siento en estas fechas; ahora que hay tantas cuestiones que ni entiendo ni sé qué hacer con ellas…, salvo con el ensueño de la entrañable Navidad.

 

FILOSOFADA sobre la VERDAD y la MENTIRA

 

Ante un pesebre, bajo un abeto, en un pedazo de tronco al que se le ha dado vida y atributos mágicos, en una chimenea junto a la que se ha colgado un calcetín… y, por qué no decirlo, bajo una almohada…, salta la ilusión y el misterio…

–Mamá, los niños dicen que los Reyes Magos son los padres
–¿Y tú qué crees?
–Pues… yo creo que…, son los Reyes.
–¿Tú lo crees?
– …Sí…
–¿Sí?
–¡Sí!
–Pues entonces, si tú lo crees, puedes estar seguro de que es así…
–¿Y el ratoncito Pérez, mamá?
–Pues el ratoncito Pérez, lo mismo…

Y, así, se alargan inocuas mentiras que proporcionan felicidad y alegran la vida…
Y esto hace pensar sobre el problema de la verdad o mentira de los dioses… o la mentira y la verdad de los dioses… Siempre la dualidad entre la verdad y el engaño… Aquí puede hallarse la gran diferencia: una cosa es hablar de mentira y otra de engaño.

 

La mentira puede ser, como digo, inocua, inerte, inocente, en suma, inofensiva. La escala del engaño va desde lo insolente a lo ruin, pasando por lo bribón, infame, ignominioso, en suma, nocivo. Hasta ‘lo engañoso’ es más moderado, más creíble, más tolerable que el engaño, como muestra su categoría de adjetivo, al suavizar el grave significado de su deshonroso sustantivo.

Debemos matizar esa verdad o mentira, porque, en el fondo, es libertad de ser humano… Pues sin esas mentiras insignificantes –como lo son las manifestaciones de matices engañosos, llamadas mentiras piadosas–, el transcurso de la vida perdería cierto color pasajero, perdería el encanto de sumergirnos en un mundo de ensueño, el cual habla más de una quimera necesaria que de una realidad inconveniente…

Por supuesto, muchos no han vivido estas mentiras, no han padecido estas situaciones engañosas… ¿Quién sabe si con ello alguno habrá sido siquiera una pizca más feliz? ¡Creo que ninguno! Ni tampoco sabemos si ha sido una pizca más desgraciado, diréis. Pues… quizá esto no sea demostrable…

Pero vivimos en un mundo de ciencia y técnica y, como mínimo, todo el mundo conoce el significado de una estadística. Y el poder de una estadística es indiscutible: las estadísticas son capaces de arrojar verdades donde nadie hubiese podido imaginarlas… Claro, diréis, también verdades amañadas, o sea, engañosas. Sí, pero, al menos, si arrojan algún tipo de engaño, sabemos que no es una estadística, se trata de un descarado fiasco.

Y si nos place basarnos en una estadística para comprobar asuntos económicos, sociales o de poder, por qué no utilizarla para demostrar una cuestión de cariz intelectual o, mejor, anímico; sí, sí, no nos extrañe ni tengamos miedo: un asunto anímico, o sea, del alma…

Pues bien, si programásemos una estadística entre la población de padres a quienes no se les hubiese mentido sobre este tema –en otros asuntos, no habría quién se lo creyera–, con la pregunta clave en términos de «¿Mienten ustedes a sus hijos en lo referente a los Reyes Magos?», como no hubiesen casillas alternativas al ‘Sí’, ‘No’ o ‘No sé qué contestar’ o ‘No contesto’ y, sobre todo, casillas que fuesen bien largas, no nos enteraríamos de la mayoría de las respuesta:

»Hombre, sería una pena perder esta ilusión.
»Vaya tontería, cómo no voy a permitirles soñar este día. De niño yo no tuve esta suerte y siempre me quedó una sensación de pérdida.
»Mis padres no siguieron la tradición, muy respetable, porque no tenían un duro y no sabían cómo salirse del apuro; ¡tampoco hubiese costado tanto hacer que los Reyes me trajesen un simple caramelo!, creo yo.
»¡Pero qué dices, esto no es una mentira!

Por pura lógica, solo con casillas para respuestas lacónicas, tampoco nos enteraríamos del resultado del objetivo de esta estadística: demostrar si los interesados habían podido sentirse una pizca mas desgraciado por no haber tenido acceso pasivo a la mentira –no al engaño– del universal concepto de esas tradiciones.

No es cuestión de si ese resultado es total e irreversible; tampoco se trata de si nos deja satisfechos. Se trata de recoger el tono de estas respuestas, y ese tono sí quedaría claro: tal vez nadie fue infeliz por ‘no acceder a lo engañoso de esa mentira’ –a fin de cuentas, no nos confundamos, entonces, los interesados tampoco se enteraban, no eran conscientes de que no eran engañados y representa que no podían ser desgraciados por ello–.

Pero las estadísticas arrojarían el resultado de que la mayoría de esos ‘nadie’ ahora apostaban por continuar con el encantador embeleso originado por esa mentira inofensiva, la cual, como su mismo adjetivo indica, no ofende a nadie, a nadie salvo a los empecinados detractores de la inocencia de estas mentiras, creo.

Aunque solo ha sido de refilón, como lo he mencionado, me veo en el aprieto de hablaros de los dioses. Y empleo la minúscula y el plural para no ofender a nadie en su concreta creencia. Nadie debe ofenderse pero tampoco creerse que, por opinar sobre el tema, uno pierda derecho alguno: son dones preciados, el ancestral Libre Albedrío y el algo más reciente derecho a la Libre Expresión de las Ideas; este último, utilizándolo con sumo respeto.

Y que no parezca un chascarrillo el curioso hecho de sonar a LEI esa Libre Expresión de las Ideas; sí, también ley para todos, tanto para los enterados de que LEY se escribe con Y como para el resto de los mortales.

Aquí, en las cuestiones de la verdad de los dioses, aparece un problema grave y también ancestral: los propios hombres.
El hombre, desde siempre, ha manipulado y engañado cuanto ha querido, cuando ha querido y allí donde ha querido. Por desgracia, esto es un bochornoso hecho constatado, sin mediar las estadísticas.

Si tenéis la necesidad de datos al respecto, os ruego que veáis el funcionamiento de tantos y tantos gobiernos, con acciones solapadas, los unos, y, otros, al descarado descubierto, y esta vez no consultéis las estadísticas, consultad, por ejemplo, las guerras.

No se trata de dramatizar, ni mucho menos: ver los hechos mejor constatados, es hallar la base para aclarar conceptos, por muy relativos que estos sean. Y aquí los conceptos hablan de la gente de a pie, como suele decirse, los menos ilustrados, como también acostumbra a decirse, los incultos, los necios, como muchas veces se los menciona, en resumen: el pueblo. El pueblo marginado por el sistema, el puesto aparte para ser utilizado, de una u otra forma, como herramienta humana al servicio de una colección de usurpadores de la sencilla verdad y seguidores del engaño vil…

Y esto ha sucedido y aún sucede y, para no mostrarme como un asqueroso derrotista, no digo sucederá, porque, con sinceridad, vivo con la franca esperanza de que todo esto no continúe así… eternamente.

Pero todos los asuntos de los dioses, pasan por las manos de los hombres, y el hondo sentimiento, la profunda intuición de considerar al hombre como algo más que solo vileza –convicción cincelada, sin pretenderlo, en el espíritu–, me impide que rechace sin más, con o sin estadísticas, aquello que en realidad sean los dioses…

Pero los hombres en verdad intervinieron utilizando su capacidad de idear atrocidades y de crear maravillas embaucadoras que les permitiesen continuar con sus embaucamientos y sus atrocidades… Y aquellos hombres también lo hicieron en nombre de los dioses…

A todo esto sí se le puede llamar engaño, el más indigno de los engaños, justo porque lo hicieron en nombre de los dioses, negándonos el derecho a soñar en la verdad de lo que el ser interior pueda sentir y reclamar: nos privaron del derecho a la fe, porque la fe en los dioses siempre está manchada con el engaño de los hombres…

Y, por desgracia, la fe pasa a ser ese reconocimiento y asentimiento a las revelaciones de los dioses, revelaciones preconizadas por los hombres. Pero se trata de una virtud teologal, una dádiva de los dioses a los hombres, dádiva que habla de los dioses y debería retorna a esos dioses creyendo y sintiéndose respaldados por ellos; pero esta virtud fue propuesta y predicada por los hombres de las verdades engañosas –o ¿quizá por los de los viles engaños…?–, y esto despista mucho…

No sé con certeza si creo en estas cuestiones de los dioses, pero sí sé que no puedo negarlas. Menos puedo meterme en las lides de demostrar –otros muchos lo han intentado con seriedad, criterio y conciencia suficientes– la verdad o mentira del acontecimiento universal, universal y primigenio, ese que «la razón humana no puede asir con su inteligencia» –según esos ‘otros muchos’ llegaron a concluir–. Quede bien claro.

Sí, la mentira de los Reyes Magos. ¡Qué espirituosa, radiante, efímera mentira, qué hermoso asunto, este sí, engañoso! ¿O no?
Y, así, vamos marchando entre una mentira deliciosa y una verdad indemostrable, tan indisolublemente propias del ser humano….